miércoles, 23 de noviembre de 2016

Cordillera

Desde hace un par de semanas que trabajo en Coya. Me quedo solo desde las ocho de la noche hasta las siete del día. El turno me resulta favorable pero, aún así, y pese a todo, el estar despierto cuatro madrugadas de corrido, cansa. Tu mente lo sabe. Tu cuerpo lo sabe. Joder, tu mujer lo sabe. 

Una de las cosas más positivas es que puedo escribir cuanto se me plazca, pues la exigencia es que realice rondas de cuando en cuando. En mi caso, es cada dos horas y hago algunas excepcionales cuando siento algún ruido extraño. Estoy en medio de una oficina llena de documentos administrativos y, a mi espalda, hay una pizarra con números y datos técnicos que no entiendo pero que sólo pueden referirse a temas eléctricomecánicos. Mi trabajo es estar al pendiente de que no entre nadie a las instalaciones, ni que se roben las herramientas, ni todo el cableado que contiene, por cierto, el preciado cobre que con todo el entusiasmo venden los adictos a la pasta base acá, en Rancagua. 

El trabajo este es parecido al que tuve en Chancón, también con el título de nochero y situación que me llevó a escribir la novela memorias, pero, a su vez resulta... distinto. Acá no estoy rodeado de árboles ni de bosques; sino que estoy rodeado de un perímetro enrejado y un portón principal y de inmediato tras de este, se asoma la carretera de Coya y, detrás, unos gigantescos cerros y, detrás, la Cordillera de los Andes. Es extraño pensarlo de esta forma, pero es que estoy a los pies de la cordillera. Existe un punto durante el trayecto al trabajo donde se ve parte de ella y en medio existe una especie de depresión que no es tal, sino que resulta maquinaria del hombre, maquinaria de la minera El Teniente, pero no merma en nada su belleza. Parece milagro, pues, ¿cuándo la imprudencia del humano favoreció el verde de lo hermoso? Ésta es una de las excepciones. Puedes oler el tufo a limpio, a pureza, pero a la vez sabes que estás rodeado de grasa y de mierda. Ante todo, es difícil de explicar la relación entre cáncer y felicidad.

Me quedo solo, y debo estar al pendiente de unos doscientos metros de terreno. La gente me saluda cuando me ven en los atardeceres y en el amanecer de los días, y eso lo agradezco. 

A veces pienso que trabajar de nochero es el mejor brebaje para escribir sin simular estar haciendo otra cosa que no sea trabajar.


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