domingo, 14 de junio de 2015

Estrellas de Lima


De la primera vez que fui a Lima recuerdo el cansancio y las náuseas. Fui por amor, claro. Y el amor se vio puesto a prueba en consecuencia con la paciencia y los estragos, más allá de todo lo disfrutable que puede ser, con todo lo que significa viajar durante dos días en bus. Era un bus de lujo, color negro -"¡cholo soy, y no me compadezcas!" y líneas amarillas, de dos pisos. Asientos semicama, por supuesto. Cuando dejé Santiago no sentí nada, pero anterior a eso; o sea, cuando dejé Rancagua, en un momento me giré y vi la que en ese entonces era mi casa. No pasó por mí, como quien dice, el arrepentimiento sino, más bien, tuve una experiencia de dejar la vida antigua y renacer en algo más. Y tras día y noche de viaje ininterrumpido, llegamos a la frontera. No había vuelta atrás. Podía, claro, bajarme inventando que mi palidez y el mareo eran producto de mis ganas de vomitar, pero quería llegar a Ella. Faltaba otro día entero. No recuerdo la hora, pero el sol estaba presente cuando pisamos Tacna. Las películas en la televisión fueron interrumpidas entonces por un puñado de videos musicales del mismo grupo musical. Eran el hit del momento. ¿Qué era lo que estaba oyendo? Era música tropical por cierto, era cumbia, pero era tan distinta... No. Distinta no es la palabra, diríase que era cumbia peruana. Cumbia Serrana. Las melodías eran un boletín informativo de instrumentos que conocía, pero que no había oído en éste género musical. Si hasta suena como música oriental, concluí tras breves segundos -cincuenta y nueve segundos, para ser exacto. Y entonces me atreví a alzar la mirada por segunda vez, ahora decidido a no quitar la vista. Eran cuatro o cinco señoritas de piel chola, algunas de pelo oscuro, una que otra lo tenía dorado, todas con la misma vestimenta: minifaldas de vivo color rojo y botas con tacones, que les llegaban hasta las rodillas. Y cómo se llaman, pregunté al amigo que me acompañaba desde el día anterior, en el asiento del lado. Corazón Serrano, respondió. Entonces tomé actitud como de que poco me importaba, pero tras treinta minutos de oír eso, a cualquier extranjero le gusta. O al menos descubre ya los posibles cambios de ritmo, y juegas a eso, a adelantarte a la música. Pronto, mis piernas seguían el ritmo y, despreocupado, admiraba la belleza de las señoritas que cantaban y hacían coreografía al mismo tiempo con seductores movimientos de caderas.

Llegada la noche, me zampé la mitad de la tira de clonazepam que llevé; no sirvió de nada, no pude dormir. Llegaría temprano al día siguiente al terminal del mall, o, como le llaman los hermanos peruanos centro comercial Plaza Norte. Es agradable pensar que no solo el acento allá es más neutral, sino que se rehúsan -por así decir- a hacer el descarado copy paste que hacemos los chilenos para con el inglés. ¿Escribí copy paste? Shame on me. 

Estaba en Lima al fin, y ella me llevó a un restaurante chino, un chifa. Nunca fue la mejor anfitriona en ello, y ciertamente no estaba pintada para guía turística. Comí ceviche luego, claro. Un montón. Lima fue la ciudad de la que me enamoré. Sigo amando a Lima, y la extraño cada día por no estar allí. La música y el libro son meros artículos que compras con cien soles, y si algo me parecía caro simplemente iba al centro y pasaba por El Hueco, y adquiría todo vía piratería. Se pudrió todo ahí hay un policía, le dije a mi cholita un día. No te preocupes que está comprando películas, respondió. Ahí comprendí la magnitud de la diferencia de culturas. Acá el arte era un derecho adquirido por obligación. Algo a lo que el ciudadano, si de esa forma lo quería, podía acceder por una ganga. Y en mi país se debe sangrar para obtener una medalla de cultura. No pude sentirme más libre. Aquél era uno de los momentos más felices de toda mi vida. Estaba en El Callao. Estaba en Miraflores. Estuve en Barranco, y fue acá donde comprendí por qué Vargas Llosa se sentaba a escribir. ¿Así, quién no? Pero yo, todo lo que escribí en mi año y medio en la ciudad que me acogió fue un par de garabatos, memos para no olvidar, fotos como ésta, para descubrir que el clima siempre es igual, que la cerveza siempre fue Pilsen, que las calles son historias que llevo tatuadas en mi corazón, que la literatura es un instrumento más.

Luego volví a Rancagua. Arrendé un par de piezas, arrendé una casa... y si el destino es un par de ruedas en retrospectiva, estoy escribiendo sentado en la misma mesa, la misma casa, la misma calle de hace tres años.

Cholo soy

y no me 

Compadezcas...



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