De la primera vez que fui a Lima recuerdo el cansancio y las náuseas. Fui por amor, claro. Y el
amor se vio puesto a prueba en consecuencia con la paciencia y los estragos, más allá
de todo lo disfrutable que puede ser, con todo lo que significa viajar durante
dos días en bus. Era un bus de lujo, color negro -"¡cholo soy, y no me
compadezcas!" y líneas amarillas, de dos pisos. Asientos semicama, por
supuesto. Cuando dejé Santiago no sentí nada, pero anterior a eso; o sea, cuando
dejé Rancagua, en un momento me giré y vi la que en ese entonces era mi casa.
No pasó por mí, como quien dice, el arrepentimiento sino, más bien, tuve una
experiencia de dejar la vida antigua y renacer en algo más. Y tras día y noche
de viaje ininterrumpido, llegamos a la frontera. No había vuelta atrás. Podía,
claro, bajarme inventando que mi palidez y el mareo eran producto de mis
ganas de vomitar, pero quería llegar a Ella. Faltaba otro día entero. No
recuerdo la hora, pero el sol estaba presente cuando pisamos Tacna. Las
películas en la televisión fueron interrumpidas entonces por un puñado de
videos musicales del mismo grupo musical. Eran el hit del momento. ¿Qué era lo
que estaba oyendo? Era música tropical por cierto, era cumbia, pero era tan
distinta... No. Distinta no es la palabra, diríase que era cumbia peruana.
Cumbia Serrana. Las melodías eran un boletín informativo de instrumentos que
conocía, pero que no había oído en éste género musical. Si hasta suena como
música oriental, concluí tras breves segundos -cincuenta y nueve segundos, para
ser exacto. Y entonces me atreví a alzar la mirada por segunda vez, ahora
decidido a no quitar la vista. Eran cuatro o cinco señoritas de piel chola,
algunas de pelo oscuro, una que otra lo tenía dorado, todas con la misma
vestimenta: minifaldas de vivo color rojo y botas con tacones, que les llegaban
hasta las rodillas. Y cómo se llaman, pregunté al amigo que me
acompañaba desde el día anterior, en el asiento del lado. Corazón Serrano,
respondió. Entonces tomé actitud como de que poco me importaba, pero tras
treinta minutos de oír eso, a cualquier extranjero le gusta. O al menos descubre ya los
posibles cambios de ritmo, y juegas a eso, a adelantarte a la música. Pronto, mis piernas seguían el ritmo
y, despreocupado, admiraba la belleza de las señoritas que cantaban y hacían
coreografía al mismo tiempo con seductores movimientos de caderas.
Llegada la noche, me zampé la mitad de la tira de clonazepam que llevé; no sirvió de nada, no pude dormir. Llegaría temprano al día siguiente al terminal del mall, o, como le llaman los hermanos peruanos centro comercial Plaza Norte. Es agradable pensar que no solo el acento allá es más neutral, sino que se rehúsan -por así decir- a hacer el descarado copy paste que hacemos los chilenos para con el inglés. ¿Escribí copy paste? Shame on me.
Llegada la noche, me zampé la mitad de la tira de clonazepam que llevé; no sirvió de nada, no pude dormir. Llegaría temprano al día siguiente al terminal del mall, o, como le llaman los hermanos peruanos centro comercial Plaza Norte. Es agradable pensar que no solo el acento allá es más neutral, sino que se rehúsan -por así decir- a hacer el descarado copy paste que hacemos los chilenos para con el inglés. ¿Escribí copy paste? Shame on me.
Estaba
en Lima al fin, y ella me llevó a un restaurante chino, un chifa. Nunca fue la
mejor anfitriona en ello, y ciertamente no estaba pintada para guía turística.
Comí ceviche luego, claro. Un montón. Lima fue la ciudad de la que me enamoré. Sigo
amando a Lima, y la extraño cada día por no estar allí. La música y el libro
son meros artículos que compras con cien soles, y si algo me parecía caro
simplemente iba al centro y pasaba por El Hueco, y adquiría todo vía piratería.
Se pudrió todo ahí hay un policía, le dije a mi cholita un día. No te preocupes que
está comprando películas, respondió. Ahí comprendí la magnitud de la diferencia
de culturas. Acá el arte era un derecho adquirido por obligación. Algo a lo que
el ciudadano, si de esa forma lo quería, podía acceder por una ganga. Y en mi
país se debe sangrar para obtener una medalla de cultura. No pude sentirme más
libre. Aquél era uno de los momentos más felices de toda mi vida. Estaba en El
Callao. Estaba en Miraflores. Estuve en Barranco, y fue acá donde comprendí por
qué Vargas Llosa se sentaba a escribir. ¿Así, quién no? Pero yo, todo lo que
escribí en mi año y medio en la ciudad que me acogió fue un par de garabatos, memos para no
olvidar, fotos como ésta, para descubrir que el clima siempre es igual, que la
cerveza siempre fue Pilsen, que las calles son historias que llevo tatuadas en
mi corazón, que la literatura es un instrumento más.
Luego
volví a Rancagua. Arrendé un par de piezas, arrendé una casa... y si el destino
es un par de ruedas en retrospectiva, estoy escribiendo sentado en la misma mesa, la
misma casa, la misma calle de hace tres años.
Cholo
soy
y no
me
Compadezcas...
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