domingo, 14 de junio de 2015

Sombras


*Relato inspirado en la ilustración de Ana Oyanadel, parte del desafío Imago Hallucigenia.

Capítulo 1
Insomnio

Las miradas que le dirigían eran de morbo, vulgares, algunas sinceras y otras tantas vacías. Era en estas últimas en las cuales se detenía a pensar, aunque fuese sólo durante un segundo, qué los traía allí. Pero alcanzaba de sobra para calcular un puñado de razones y terminar confundiéndose. «Lárguense ya —pensaba—. Lárguense» Y mientras continuaba avanzando, el dolor se acrecentaba. Había perdido a su mujer, debía estar solo cuando visitase su cadáver inerte. Las presencias de todos eran como una daga en una herida abierta que se había producido el día anterior. Cuando por fin llegó a un costado del féretro, sintió que el corazón le latía bruscamente. Buscó rostros pero todas eran expresiones vacías. ¿Quiénes eran el resto de todos ellos? Se vio en un jardín de un terrible verdoscuro, con forma de un ovalado monte, y él estaba justo en su punto más alto. Una lágrima de desesperanza bajó a través de su mejilla izquierda, recorriendo cada uno de los poros abiertos, para finalmente sembrar semilla en el suelo viejo. Una repentina ráfaga; el viento silbó una canción negra y, con fuerza, le golpeó de costado. Sin notarlo el cielo se tornó gris y pronto cayeron las primeras gotas. Eran suaves, pero eran hielo. Eran… muerte. Sufrió sensación de vértigo de repente, cuando miró hacia abajo: volaba a una velocidad que era imposible de controlar. Sólo entonces se aferró del cajón con las dos manos, justo cuando cada uno de los presentes apuntaba en dirección hacia arriba. Murmuraban cosas que no podía oír. Entonces miró él también: llamas. Oscuridad mezclada con nubes grises con formas humanoides, pero deformes. Algunas se caracterizaban por tener claros sentimientos retratados. Una de las nubes llamó su atención, poseía una sonrisa que conocía de memoria, por años. Una sonrisa femenina hermosa, aquellos labios eran como un viejo recuerdo amargo. «Ahora lo odio». Entonces, sintió el frío contacto de dos tenazas que tomaban sus brazos con fuerza inhumana. Eran sucios, con humedad y barro mezclados. Repugnaba el olor a carne muerta que violaba las ventanas de su nariz, queriendo entrar una y otra vez. Y entonces sucedió: aquellas tenazas se convirtieron en dos brazos delgados y pálidos que lo forzaron caer en dirección al cadáver. Sólo cuando estuvo muy cerca, a unos cuantos centímetros, pudo reconocer ese par de ojos ominosos que tanto amaba.

  Podía ver las calles a través de las ventanas. Las luces de los automóviles se filtraban a través de las correderas parpadeando, rojas, blancas, brillantes… el ruido ambiente de la ciudad en las alturas resultaba más molesto, incluso, que seis mil pies más abajo, donde convivía todo mal afortunado que, o bien no conseguía un trabajo, o simplemente no tuvo el dinero suficiente para pagar un alquiler en las alturas. Le llamaban el Segundo Nivel. La «mierda respirable». En cierto sentido tenían razón; si bien el smog latía como una máquina viva, la basura y los residuos que venían de más arriba sólo mantenían a la gente capaz de entender que sus propiedades eran habitables, pero rodeados de sobras.
  Un vehículo transporte pasó volando a toda velocidad a un costado de su apartamento. Carlos pudo sentir vibrar todos sus antiquismos: libros de papel y portadas apenas visibles, de temas tan poco relevantes ya como la ciencia, física, antropología y novelas de todo tipo. Muchas de ellas las ocupaba para doble función: algunas servían de soporte para la mesa de centro que cojeaba de una pata metálica, y otras de hileras largas para finalmente acomodar un candelabro que, a su vez, siempre tenía un incienso prendido. Beca, la amiga que tenía desde hace tres meses, siempre se sorprendía del desorden, pero todavía más de la cantidad de objetos que había en el lugar.

  —Me pregunto qué diría la policía de todo esto —dijo, mientras prendía un cigarrillo y se ponía una bata, ocultando su desnudez. Sonrió al ver los ojos de Carlos contemplando la sinuosidad de su escote de seda. Cruzó sus piernas de piel negra. 

  —Eres tú quien me los trae —trató de ocultar su erección matutina girándose hacia la ventana trasera. Allí, en una pequeña cómoda, y justo a un costado de un cenicero de cristales verduzcos repleto de colillas negras, había un libro pequeño, negro como el espacio. No contenía ningún título.

  —Yo no te traje ése —Beca se puso detrás de él, tomándolo por los hombros, dándole un masaje—. Vamos, ¿no quieres relajarte?

  «Es una biblia…» Sin medida, escapó de las garras de la mujer. «Después de todo es una puta. Una amiga, pero una puta» No podía decirle qué libro era aquel, o entonces sí tendría problemas. El Dios de la humanidad antiguo había desaparecido. Hoy, sólo existía la verdadera verdad, aquella que indicaba Cerberus: «un Dios no es más que quien tiene el poder suficiente para implantar vida en un cuerpo o un objeto. Y el poder era dinero». La religión no era más que otro software obsoleto, la fe era lo que dictaban las compañías que estaban en las estaciones espaciales, en otros planetas. Lejos de todos ellos. Si el hombre encontró la forma de crear vida inteligente, entonces eran Dioses. Y si esta vida eran cyborgs que fuesen capaces de amar, de sentir, mentir y tener voluntad…eran Dioses. Todo dependía de quien tenía más deseos de serlo. «Y sin embargo…» 

  Se despidió con un gesto cualquiera de ella. Debía ir a trabajar. 

  Carlos era un psicólogo paranormal. Escribía una pequeña columna que aparecía todos los lunes en el periódico «La Información Actualizada» Le pagaban poco, pero le alcanzaba para comer, pagar el alquiler y darse lujos como acostarse con Beca. 

  Mientras viajaba en el vehículo, oía en la radio al tipo que daba el pronóstico. Era más de lo mismo; todos los días llovía y era un calco del mes anterior. La tonada de una canción sin voz comenzó a sonar, era un blues actual. De pronto pensó en Renée; llevaba casi la mitad del año con el mismo paciente. 

  —Aire acondicionado —dijo al vehículo, al tiempo que el sudor desaparecía de sus poros—. Piloto automático —. Tomó la ficha que cargaba en su maletín y lo miró una vez más, mientras el mudo aire acariciaba sus mejillas. Había tomado tantas veces aquel documento, que tenía memorizada cada letra.

REGISTRO PACIENTE : RENÉE 
FECHA CREACIÓN : DESCONOCIDA
MODELO : DESCONOCIDO
FECHA INGRESO : 27 SEPT. 3096
STATUS EXPEDIENTE : ACTIVO
DEFECTO : DEMENCIA

  Lo cierto es que a la compañía le gustaba llamar por «defecto» a lo que consideraban podía ser un progreso, otro paso más en los avances de la ciencia. Si un físico loco decía en la red que encontró la forma de viajar a la velocidad de la luz, lo buscaban y lo apresaban. Sin embargo, corría el rumor de que los cyborgs más inteligentes estaban muy cerca de lograr aquel cometido. ¿Cuál era el problema, entonces, con Renée? ¿Hacer pública su fe? Carlos tragó saliva. Si él hiciera lo mismo lo asesinarían. «Sólo a los cyborgs los dejan vivos… y por un tiempo» Renée era el tercer caso que, en resumen, era clasificado como un defecto demencial. El último de ellos había cometido suicidio hacía ya más de treinta años. Carlos temía por su paciente. ¿Y si tomaba la misma decisión? Se preguntaba si ellos sentían miedo, si dudaban un segundo el optar por eliminarse por cuenta propia. «Idiota, claro que no lo sienten» Algunos nacían humanos ordinarios y otros pretendían serlo.

  Volvió a tomar el manubrio del vehículo y se detuvo en un semáforo en rojo de tres minutos. Una nave de carga bajó de las nubes y desapareció detrás del edificio que tenía frente a sus ojos. Una bocina lo apuró desde atrás, el semáforo ya indicaba el verde. El tipo de la radio volvió con su voz, esta vez indicando que habría una subasta de piezas sueltas de robots de cuarta generación en el mercado norte. 

  Carlos se perdió en la carretera con su infinito tráfico.




Capítulo 2 
Recon

INSTITUCIÓN MENTAL
DE LIMA

Cuando bajó de su automóvil se dirigió a aquel edificio monstruoso, de enormes formas, en donde todo resultaba ser un monumento. Un hombre de completo traje negro lo esperaba justo en la puerta principal. Su cabellera comenzaba a mostrar las primeras canas, pero parecían tempraneras respecto a sus juveniles facciones. Como era su costumbre, traía anteojos. Siempre traía anteojos. Un paraguas que mantenía a media altura lo protegía de los chubascos que se intensificaban todavía más.

  —Carlos —saludó el hombre, y ofreció su mano abierta con guantes de cuero negro y lustroso, casi tanto como sus zapatos—. ¿Malos sueños otra vez?

  Asintió, mintiendo. Le incomodó hacerlo. Casi tanto como tener que responder el saludo con su mano, de vuelta. Lo cierto es que Beca demandaba mucho esfuerzo físico las noches que dormían juntos. 

  Su compañero se dirigió al costado izquierdo de la entrada, una cabina transparente donde, en el piso, había pies dibujados con líneas rojas. Se paró justo ahí y jaló de una palanca en dirección diagonal hacia él. Entonces, se abrió un pequeño interruptor y acercó su rostro. Dos luces tipo infrarrojo se paseaban frente a su piel blanca, casi como danzando entre ellas. Una voz robótica le indicó que se quedase quieto y no pestañase, el hombre obedeció. Una delgada aguja, de unos cinco centímetros, se asomó del mismo interruptor y se clavó completa en su ojo izquierdo. La misma voz de antes ordenó saber la autenticidad del hombre.
  —Agente especial, psicólogo forense Balthazar. Número de placa 8726368—4.

  Las puertas se abrieron frente a Carlos, al mismo tiempo que Balthazar caminaba a paso seguro hacia él. Éste le dedicó una sonrisa vacía. A ratos se le olvidaba que era otro cyborg más, pero volvía a la realidad en ocasiones como ésta.

  Dentro del recinto había tantos pasillos que Carlos nunca se tomó molestia de memorizarlos. Le llamaba la atención que todo fuera blanco, iluminado, lechoso. Un guardia de piel negra le pidió que ingresara su firma y le dio un documento de visitante. Se lo colgó al cuello. Sabía que eran permisos para trabajadores externos al instituto, funcionaba casi como horarios de visita para las esposas de los reos cualquier cárcel vulgar. No pudo evitar mirar a su compañero de reojo; su presencia resultaba ser tan inútil como necesaria.

  —¿Cuántas veces ya vino a ver a este paciente, doctor? —La pregunta de Balthazar venía acompañada con tono vulgar. «¿Será posible que sepa que es más útil que innecesario?»

  Le incomodó ver su sonrisa.

  —Veintinueve —reconoció al fin. 

  Siguieron en dirección a la zona D, a paso lento.

  —¿Y le siguen llamando visita con aquél permiso que carga? —bufó—Insensatos.




Capítulo 3
Renée

La zona D, apodada para los pacientes Determinantes, era exclusiva de usos científicos por su interés a la posibilidad que tenían los cyborgs de volverse locos. El gobierno puso especial atención cuando el primero de ellos decidió arrancarse sus propios dedos, para luego escupirlos. En el reporte final se dijo que el paciente padecía una enfermedad llamada esquizofrenia eterna, cosa que los seres humanos ordinarios no padecían. El trabajo de Carlos consistía en asistir al paciente, de forma que mostrara una evolución, fuese positiva o no. Hasta ahora sólo había anotado conjeturas. La cyborg Renée no era comunicativa, o —al menos— no resultaba expresiva. Balthazar estaba ahí desde las últimas tres visitas. Por orden del gobierno debía implantar la muerte en el cerebro de la mujer, en caso de que no mostrase resultado alguno. 

 Cada celda tenía sus barrotes gruesos electrificados y resultaban oscuras, con luces intermitentes que apenas evidenciaban la presencia de los sujetos. Un día, en los baños para humanos ordinarios, uno de los tipos encargados en reducir a los pacientes cuando sufrían ataques de histeria, pareció divertirse a medida que le contaba mientras meaba, a modo de anécdota, el cómo funcionaban ciertas cosas que, a una visita cualquiera, se le podrían pasar desapercibidas. 

 —Si tiene un poco de cuidado, notará que apenas los alimentan. Todos acá quieren terminar rápido el día, carajo. ¿Quién se siente cómodo por las noches acá, con estos monstruos? Apenas estamos seguros si están dentro de sus celdas, ¿y sabe? —le hizo un gesto, indicándole que se acercara. El hombre bajó la voz—: no nos importa. De todas formas nadie puede decir qué cosas puede hacer un enfermo de la cabeza. —Tras encogerse de hombros, se esfumó.

 «Yo también tendría cuidado —pensó Carlos—, pero de lo que voy a hacer» Dos hombres resguardaban la celda de la mujer cyborg. Al ver que Carlos y Balthazar se acercaban, se pusieron de pie de inmediato. 

  —Señores —la formalidad de Balthazar nunca terminaba de sorprenderlo—. No creo que nos hayan presentado.

  Cada semana había guardias distintos allí. Quizás se debía a que, los administradores, con su infinita sabiduría, pensaban que entre más atentos estuvieran al trabajo sus empleados, y menos se comunicaran entre ellos, mejor. Estos dos eran casi de la misma estatura, pero uno era más delgado que otro. Estaban serios como roca. El más gordo alcanzó el carnet de permiso de Carlos, que le colgaba del cuello, leyó el nombre con imprudencia y luego le dedicó una mirada. El doctor Carlos García se limitó a inventar un gesto parecido a una sonrisa con sus labios. Luego miraron a su compañero.

  —No me miren a mí, ¿eh? No, no, no. Yo ya pasé por todas las pruebas allá afuera. ¿Recuerdan?

  —Treinta minutos —fue todo lo que dijo el otro guardia.

  En una pantalla transparente se prendió un cronómetro que ya marcaba el tiempo.



Capítulo 4
Manos

  —¿Alguna vez le dijeron por qué nos llaman Determinantes, doctor? —la voz de Renée era profunda y clara a la vez. Su tono resultaba particularmente hipnotizador. Vestía con una túnica larga y blanca, sin mangas, que le llegaba hasta los tobillos pequeños. Su senos estaban marcados por la tela pegada a la piel, y sus pezones se mostraban, sinvergüenza, duros como la piedra. Sus zapatos eran de algodón, por lo que sus pasos resultaban mudos. Su pelo era rojo como el fuego, lo traía desordenado. Siempre hubiese querido conocer sus muslos, Carlos no podía negar el interés, pero se lo impedía su relación doctor—paciente. 

  —No.

  —El motivo principal es que a los dos anteriores productos los utilizaban para propósitos bélicos. A mí, en cambio, todo lo que puedo ofrecer es un mar de dudas. ¿Podría resultar, entonces, determinante para guerra alguna? Piensan que mi lunatismo llegó a niveles ilimitados.

  «Es una maldita máquina —se esforzaba en convencerse—, no es más que un pedazo de lata»

  —Entonces ¿todo lo que hemos venido haciendo hasta ahora lo doy por perdido?

  —¿Perdido? —la mujer frunció el ceño— Tiene preguntas, doctor. Yo brindo respuestas.

  —Persianas —dijo Balthazar, tratando de no interrumpir. Éstas bajaron mecánicamente y, de pronto se vieron sólo los tres en la habitación, sin las miradas ajenas de los guardias. Parecía como si habitaran un mundo vacío en donde nadie los molestaría y, pese a todo, el reloj seguía latente en el pensamiento de Carlos.

  Quedaron casi en completa oscuridad, pero el agente especial Balthazar había cumplido con llevar un pequeño candelabro, con tres velas, una más alta que la otra, siguiendo las indicaciones de Renée, días atrás. Carlos se sintió aliviado cuando vio que su compañero lo sacaba de la mochila. Aparte de encender las velas, el cyborg también encendió un cigarrillo. Hacía tiempo que el humano ordinario había perdido la costumbre, ahora lo hacían otros «… y Beca». 

  Un olor dulce que purificaba el aire. Carlos, conocía aquel perfume, le recordaba su niñez, los bosques… Pero el verde natural ya casi no existía hoy en día. La maquinaria y la tecnología no daban paso a lujos como la hierba natural.

  —Su PDA —recordó Balthazar. Carlos buscó debajo de la suela de su zapato izquierdo, entonces abrió y retiró una pequeña pieza cuadrada de material sintético. Una baratija.

  Y entonces comenzó todo. 

  —Ésta es la voz del doctor Carlos García —le sorprendió la capacidad con que Balthazar podía imitar su voz, pero lo estaba haciendo; frente a sus ojos—. Se comienza la sesión número treinta de la paciente Renée.

  Tras toser Balthazar, Carlos retomó:

  —Quiero que responda las siguientes preguntas. ¿Es usted la cyborg Renée, quien ha sido públicamente creyente del Dios antiguo? 

  —Sí —dijo ella, con voz alta, acercándose a la grabadora de la PDA.

 —Ahora —susurró Carlos, y su compañero se volvió hacia la entrada de la celda. Golpeó la puerta. Los guardias se aparecieron frente a todos ellos y, sin más, Balthazar dejó inconsciente a uno de un único golpe en el estómago. Justo en el momento en que el otro guardia intentaba comunicarse desesperado por el intercomunicador más cercano, el cyborg desprendió la luma electrificada de su pierna derecha y le dio una pequeña descarga en el cuello. Cuando iba cayendo, Balthazar lo tomó con sus brazos. Sólo entonces guiñó un ojo a Carlos y sonrió, presionó un botón y las puertas se cerraron. Sólo era Carlos y Renée. Un humano frente a quien pretendía serlo.

  La pequeña vela seguía allí, pálida, casi ausente, pero necesaria. El silencio era mortal. El aire agradable. 

  —Tiene usted todo lo que me pidió —dijo Carlos, al fin. Ella asintió, y le indicó que se sentara en frente, en la pequeña mesa que estaba justo en medio de la sala. Él no pudo evitar pensar que más parecía una sala corriente que una celda.

  Ya preparados, ella tomó sus manos. Carlos notó que eran pálidas, blancas como la leche y encima padecían de una palidez inusual. Podía ver sus venas azules latir por sobre su piel. Quiso apartar, pero Renée lo tomó con presteza. Le costaba trabajo mirarla a los ojos como ella había pedido, pero una vez escuchó su voz tomó el valor. Eran ojos hermosos, de infinita profundidad. No pudo determinar si eran verdes o azules, o quizá ella los cambiaba a conveniencia. De todas las veces que le dio visita nunca se detuvo a mirarlos directamente. Lo que sentía era miedo, ¿cómo no tenerlo si la habían clasificado como demente? Nunca en sus años de carrera conoció a ninguno. Y no estaba tan seguro de que esta mujer que tenía enfrente lo fuese. Renée alegaba haber descubierto en ella la capacidad para aventurarse a otras realidades, otras verdades. Desde entonces, Carlos buscó a un tipo que lo ayudase a pasar por alto la seguridad de la Institución con la ayuda de falsificación de voz. Ahora mismo, ese tipo, el cyborg Balthazar, se encontraba afuera todavía usando su PDA, rellenando preguntas y respuestas. Poco le interesaba la fe, pero eran amigos desde el día en que bebieron cerveza barata. A Balthazar le encantó…

  La forma en que Renée podía hacer uso de su capacidad resultaba sencilla: sólo debía tomar sus manos. 

  —Ahora cierre sus ojos —indicó ella—; siga el camino de mi voz…

  Era suave… eterna… profunda…

  —No deje de oírme —continuó—. Repita tras de mí. Diez…

  —Diez…

  —Nueve… 

  Su voz era tan bella como insoportable.

  —Nueve…

  —Ocho… 

  «Aterradora…»

El mundo fue gris otra vez. Se encontró caminando en un cementerio. El pasto estaba recortado de manera imperfecta. Descalzo, se acercaba al féretro que estaba bajo un pequeño techo. Las miradas de desconocidos lo seguían. ¿Quiénes eran todos ellos? «Demonios, son demonios, son…» Tomó una bocanada de aire. A cada paso, el cajón se alejaba. Comenzó a correr tras él, pero el cajón corría, se burlaba. Entonces se detuvo. Miró a su alrededor y notó que, al final, una iglesia antigua exhibía sus maderas desgastadas. Era única, lujosa, pero anciana, con su polvo inacabable. Sintió que una mirada conocida lo perseguía y encontró la presencia de la cyborg mujer, pero vestía como todos los demás. Ahora ella indicaba en dirección al féretro. Volvió a correr en ésa dirección y, en ésta ocasión, sí pudo alcanzarlo. Quiso agradecerle, pero había desaparecido. Puso entonces sus dos manos en la madera y se silenció todo. Todo y todos eran mudos. Excepto… dos tenazas lo tomaron del brazo. Las conocía muy bien. Venían desde dentro del cajón. Manos con sangre coagulada y negra, podrida; manos de piel casi transparente. Manos que lo absorbían. Pudo ver el rostro de Renée, en el fondo. Estaba arrugada, se desintegraba. 

  «¡Despiértame!»

  Carlos intentaba golpearla, pero la piel amortiguaba sus puños como masa, de forma que estaba siendo absorbido, funcionando como arena movediza. 

  «¡Oh, Dios mío! ¡Despiértame!»

  Le faltaba el aire cuando ya la mitad de su cuerpo estaba dentro de la piel del cyborg, en el féretro. Era como un conejo siendo tragado por una serpiente.

  «¡Sácame de aquí!»

  La respiración se acabó cuando todo se volvió negro. Ya no pudo ver ni sentir más.

  —Ya puede abrir los ojos —Renée lo despertó. Carlos se encontró de espaldas en el suelo, con brazos y piernas estiradas. Se sentía vacío. Su respiración estaba agitada y el corazón le latía veloz.

  —Usted… —trataba de aclararse la voz tosiendo. El cuerpo le dolía completo. Se miró los brazos y descubrió horribles moratones y marcas notorias de dedos en ellos. «No puede ser…»

  —Sí —adivinó ella—: más que una vidente resulto ser un transmutador de sueños, los convierto en una realidad. 

  Los ojos de Carlos eran como platos que no dejaban de contemplar lo que veían.

  —Pero, no entiendo. Mi mujer…

  —Su esposa no se encontraba en parte de sus sueños. Sólo fue una conclusión errada.

  No quería creer eso. No podía creer eso. ¿Debía creer, entonces, que no existía nada después de la muerte? De pronto estaba derrotado.

  —Si tiene esa capacidad pudo haberme matado.

  —Pude —reconoció Renée, tranquila.

  La tristeza parecía tener una batalla aparte con la sorpresa y el miedo, pero ante la actitud de ella, no supo qué sentir. 

  —¿Y por qué no hacerlo? —quiso entender, no quedando conforme. 

  —Porque, después de mí, usted será el único quien siga teniendo fe. —Los ojos de Renée dejaron caer unas contenidas lágrimas—. Ahora entiendo por qué los otros dos dementes anteriores decidieron acabar con su existencia. Ya no hay razón para estar acá. Si somos una raza distinta a la humana, pero a la vez igual pudiendo sentir todo lo que el resto, ¿cuál es el propósito?

  Justo en ese momento iba entrando Balthazar a la celda. Se extrañó al ver que Carlos se recomponía, pero no dijo nada. 

  —¿Seguro que ya han terminado? —preguntó, al tiempo que apagaba la PDA— Recién van cinco minutos.

  Renée miró a Carlos y le dedicó una sonrisa fingida y bella a la vez. No quería salir del lugar.

  —El señor García se retira —se apresuró ella. Balthazar asintió.

  Cuando las puertas se cerraban, Carlos se giró para ver la figura de Renée. Estaba sentada en su pequeña cama, de costado y mirando por la pequeña ventanilla. Estaba sola, como siempre. 

 Tres días después, mientras manejaba su vehículo y se dirigía camino a su oficina, el tipo de la radio informaba de los chubascos de la tarde y también del repentino y sorpresivo suicidio del último cyborg femenino demente. «Y los dos únicos guardias de la celda aseguran no haber visto nada extraño —decía la voz—. Éste es el mundo en el que vivimos hoy por hoy, ésta es la razón por la que tenemos marchas robóticas por toda la puta ciudad. ¿¡Qué haremos señoras y señores!? ¿¡Qué haremos!?» 

  —El Dios de aquel día fui yo —se dijo Carlos, mientras recordaba que Balthazar pagó una cantidad sustancial a los dos guardias aquellos por su silencio. Al final, recordó la frase, «los dioses son los que tienen dinero, y yo tengo poder» Sonrió para sí, mirando el retrovisor. Ahora el agente especial había sido promovido.

  Cuando llegó a su lugar de trabajo pidió una cita formal para ver a Cerberus, el autollamado Dios de la Época Actual. Quería preguntar cómo es que su actual esposa, Beca, había dado a luz un hijo suyo. Estaba dispuesto a esperar unos minutos. Cuando se enteraran, seguramente, lo llamarían de vuelta.

  Fue la primera vez que Carlos García salió de la Tierra. Viajaba en una nave carguero espacial que sólo trasladaba a personal del gobierno, vip´s. Pasó de largo todas las alturas que conocía, y por un segundo, sólo por un segundo, creyó haber visto que las nubes más altas formaban un rostro demacrado, el rostro infinito de Renée. La luz del sol se apagó para adentrarse en la garganta negra del espacio. Su bebé, mitad humana mitad cyborg, le besaba los labios dejándolo baboso.

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