viernes, 22 de abril de 2011

Lo que nunca conté de Las Brujas





"Nota:
Éste relato está basado en las aventuras de un niño,
escrito en el cuento de Roald Dahl:
Las Brujas
Bruno acababa de ser convertido, ante mis ojos, en ratón. Me sentía tan indefenso en ese momento... un niño como yo pasando sustos como aquellos. Si me movía lo más mínimo sería descubierto por todas aquellas brujas que momentos antes eran señoras elegantes. La Gran Bruja seguía parada en la tarima, ahora con cara triunfal, pues su mezcla (llamada Fórmula 86. Ratonizador de Acción Retardada) había funcionado de manera estupenda al transformar a Bruno ¡Menos mal que yo no soy un goloso que se deja llevar por los dulces que regala una amable dama! Bruno, en cambio, aceptó.
La Gran Bruja comenzaba ahora a repetir aquella danza asquerosa, a modo de celebración, donde sus manos, alzadas al cielo, parecían casi tan tiesas como astillas de madera rota, y su delgado cuerpo se movía como si una culebra intentara avanzar en círculos. Sus ojos parecían negros, y su frente era mortalmente ancha.
—Ahorra contemplen el baile de cerremonias imporrtagtes —ordenaba la Gran Bruja, con su acento indescriptible.
—¡Oh! —se fascinaban todas— ¡Talentuda, tú sí que sabes!
—¡Entonces rrepitan mis pasos!
Y la emulaban ahora. Era como ver a varias culebras moviendo las caderas de la forma más repugnante que puedan imaginar. No podía entender cómo había terminado yo ahí, junto con todas ellas. Hubiese querido que mi abuela llegara en ese momento.
Entonces hubo un silencio. Yo me apretujé como pude contra el muro, e intentaba no respirar. Mi cara se puso blanca, azul, y morada
—¿Qué es ese olor? —preguntó La Gran Bruja.
—¿Qué olor, oh, su majestuosa? —respondió una que parecía ya una bruja casi tan anciana como mi abuela, aunque menos arrugada.
—¿Qué, ya no hueles los olorres, igbécil? ¡Es caca de perrro!
—¡Yo sí siento el olor! ¡Proviene de éste lugar!
Entonces recordé que las brujas odiaban el olor de un niño que era limpio, pues para ellas era olor a caca de perro. Pero, que yo recordara, no me bañaba desde hacía más de un mes (por consejo de mi Abuela) ¿era posible que aún así pudieran olerme?
—Quizá sea el olor del enano que convertiste en ratón, mi Grandeza.
—¿Quién digo eso? —preguntó La Gran Bruja.
—Yo, Su Majestad —de nuevo, era la bruja anciana.
La Gran Bruja estiró su horrible nariz y frunció la frente, viéndose aún peor (si tal cosa era posible).
—Estúpida —comenzó—. Supongo que como estás tan vieja tu olfato brugoniano se ha limitado al máximo. Lo que yo huelo es otrra caca de perrro, más vieja, como si el putrrefacto de niño supierra que no debía bañarrse. Lo que significa que...

—¡Que debemos deshacernos de las brujas antiguas! —dijo una.
—No.
—¡Que debemos buscar narices nuevas! —dijo otra.
—¡Igbéciles! —se molestó La Gran Bruja—. Significa que tenemos una espía dentrro del congrreso de brugas. Puede que trabage en el ectrangerrro, o, que esté acá mismo, con nosotrras, parra luego irr con los niños y venderr la igforrmación.
—¡Oh, Talentuda! ¡Eres magnífica!
—Porr supuesto —dijo ella—. ¡Ahorra debemos saberr quién es!
—Y si hay otro niño acá en la sala, Su Majestad ¿qué haremos con él? —preguntó la vieja anciana.
En ese momento sentí, de nuevo, el miedo de antes.
—No me imporrta. Tengo todo cerrrado con cadenas reforzadas, y no tendrá escapatorria. En algún momento saldrrá de su escondite.
¡Oh, Abuela! ¿Dónde estás? Decía yo, en mi mente.
—Ahorra, debemos saberr a cuántas brugas tenemos trabagando en el ectrangerrro.
La Gran Bruja, esta vez, se sentó más cerca al resto de las otras, pero en un mesón más amplio y con una silla más diminuta, pues ella era más pequeña. Buscaba entre muchos lotes de papeles y cuadernos que parecían viejos y sucios. Se había puesto unos lentes en su horrible cara para poder leer los nombres de todas las brujas del mundo.
—¡Acá está! —informó de pronto— ¡La lista de todas las brugas de Inclaterrra!
Con el dedo índice, dueño de una uña asquerosa y larga sin cuidar, comenzaba a pasar las hojas. El resto se miraba entre sí, esperando —imaginaba yo— saber quién era la traicionera, para entonces ser juzgada de los castigos más crueles.
—¡Perro si sólo hay una! —dijo, muy molesta, La Gran Bruja— ¿Dónde está la bruga Gregorria, Brava?
—¿Gregoria, La Brava? —respondió una— No pudo asistir al congreso, Su Majestad, porque está aún más vieja que Cecilia.
La Gran Bruja cruzó los brazos y luego se rascó la cabeza, planeando quizás qué cosa. Lo peor, de seguro.
—¡Llévenle esto y me la traen!
Y, tal como había pasado antes con una miserable bruja, de sus ojos salió un rayo disparado y entonces, de la nada, apareció una silla de ruedas bien bonita que parecía nueva. Pensé que no había visto a nadie más en silla que a mi propia abuela. Pero ya no importaba. En algún momento abrirían las enormes puertas, y entonces sería mi oportunidad de escapar.
Rodeé los asientos donde estaban agrupadas las brujas y avancé en cuclillas, sin levantar la cabeza. Si alguna de ellas me veía estaba acabado. Me apresuré tanto como pude. Ahora estaba a unos tres metros de las puertas. Pero cuando dos brujas se aprestaban a llevar la silla hacia fuera del salón, una de ellas, la anciana; Cecilia, me descubrió.
—¡El niño! —acusó— ¡Ahí está!
Todas se giraron, y me miraban directamente. Nuncajamásmente sentí tanto terror. Me sentía una indefensa hormiga ante miles de elefantes hambrientos (supongo yo que un elefante con hambre es capaz de comer hormigas ¿no?). Pero entonces algo extraño pasó: ninguna me atacó sino que se taparon todas sus repugnantes narices.
—¡Es caca de perro! ¡y de la fresca! ¡de la peor que me ha tocado oler! —dijo una, con la cara pálida del asco.
—¡No se preocupen, brugas de Inclaterra! —dijo La Gran Bruja, mientras parecía acercarse a mi, a paso lento, sin miedo— ¡Trraigo una máscarra cogtrra gases putrefactos —explicaba—, y la usarré en éste momegto!
Y entonces, vi que sacaba (de su maletín de pociones) una de aquellas máscaras que usan los mineros contra el polvo. Imaginen ver ustedes a una bruja calva, de cara arrugada, con lentes enormes de poto de botella, nariz ancha, y ahora con una máscara. Todo para evitar el olor que yo expelía.
—Corrre todo lo que quierras, gusano asquerroso —me dijo ella—, ¡perro no hay escapatorria! —y luego de que las otras dos brujas habían salido ya del salón, La Gran Bruja ordenó: ¡Cierrren las puegtas con caddados rrefogzados!
Mi oportunidad se había esfumado.
Todas las brujas traían ahora máscaras de mineros para el polvo y estaban más aliviadas, pues no parecían quejarse, sino que sonreían al mirarme, ahora, amarrado contra un poste que se encontraba justo en medio de la tarima. Estaba yo sujetado de manos y pies, y mi boca había sido tapada por aquella cinta adhesiva que sólo se ve en las películas de acción cuando alguien es secuestrado.
La Gran Bruja había acercado un gran barril, que parecía antiguo, justo a mi lado. Con una cuchara sopera, comenzaba a darle vueltas y vueltas al líquido verdoso que contenía. Entonces comprendí que el contenido del barril no era más que el mismísimo Ratonizador de Acción Retardada, y sería vaciado en mí. Era mi fin.
—¡Brugas de Inclaterrra! —comenzó La Gran Bruja— ¡Ahorra tenemos entrre nosotrras a un asquerroso niño que conoce todos nuestrros métodos! Por tal motivo lo condeno a...
Hubo un silencio mortal.
—¡Sentencia lapidarria de ecperimentación! —sentenció.
Todas aplaudieron y se mostraron conformes. Querían ser testigos de qué sucedería cuando todo aquel líquido, que parecía ahora mortal, fuera untado desde mi cabeza hasta el último poro de mis pies. Sin esperas, dos brujas fortachonas se ayudaron para levantar el pesado barril, y dejaron caer el líquido sobre mí. Hasta la última gota.
Les juro que, en un comienzo, no sentí ninguna diferencia. Yo pensé que tal ácido verde quemaría mi piel, pero no.
—¡Sólo hay que esperrarr! —indicó La Gran Bruja.
Todas me miraban, deseosas. Entonces, alcancé a oír que golpeaban las puertas desde afuera, gritando con desesperación. Cuando una de las brujas que hacía guardia abrió el candado reforzado, vi que entraban las dos brujas que se habían retirado antes con la silla de ruedas, y en ella, venía sentada una mujer, gorda como ninguna, que fumaba un grueso puro y que, a ratos, lo masticaba con placer.
—Acá está la traicionera, su majestad —acusó la alta.
—¡Gregorria, Brrava! —dijo La Gran Bruja dirigiendo su mortal mirada hacia la bruja anciana.
—¡Nada más y nada menos, Vilma! —respondió ella con una voz que se me hacía familiar. ¡Era mi abuela! ¿Cómo era posible? ¿Mi abuela una bruja? Comencé a tratar de gritar pero era imposible con aquella cosa en mi boca.
—¡Vilma! —ladró La Gran Bruja—. ¿Quién osa llamarrme así? Veo que no solo erres una bruga traicionera, sino que también estás informada de la farrándula de brugas. ¡Acaben con ella!
Si mi abuela había mentido sobre ser bruja, o cazadora de ellas, no importaba en ese momento, debía ayudarla. Vi que todas sacaban sus escobas de palo de la nada, y las usaban ahora, tal como si fueran espadas filosas.
—¡Ya, querido mío! ¡Te vas a convertir y debes ser valiente como nunca! —me gritaba mi Abuela a la distancia. Yo no entendí el mensaje hasta que de pronto, sentí que mi cuerpo comenzaba a transformarse al fin. Ya todo el líquido había entrado mi piel.
¡Oh no, me convertiré en ratón igual que Bruno! pensaba. Pero resultó ser que crecía y crecía. Nacía una protuberancia larga y gruesa en mi cara, mis manos y pies se ensanchaban, y mi trasero se hacía tan gigante como el mar. Tomaba altura, y todo lo veía pequeño ahora. Hasta que noté que mi piel era dura y gris, y era dueño de una poderosa trompa. ¡Un elefante! ¡Me había convertido en elefante!
Rápido, La Gran Bruja se volvió hacia mí y comenzó a atacarme en vano con su mirada de rayo de luz, pero mi piel era inmune a tales ataques. Para mí, todas las brujas eran ahora como hormigas las cuales debía pisar nada más. Ésa era mi misión como El Salvador de los niños del mundo (y no lo digo como excusa para que puedan estar sin bañarse durante semanas).
Ya había acabado con todas ellas, excepto con La Gran Bruja, pues mi abuela me había pedido no hacerlo para tener un duelo frente a frente, escoba versus escoba. Les confesaré que mi abuela estaba en desventaja por ser mucho más vieja.
Al fin, mi Abuela se había quitado su máscara de señora común y corriente, y yo pude conocerla realmente. Era la cosa más asquerosa que un niño pudiera presenciar. Solo imaginen que su cara era más arrugada —incluso— que la de La Gran Bruja misma, y eso es decir bastante. Pero era mi Abuela y yo la amaba. Al final del día se pondría su máscara y yo volvería a besarla en su carita de terciopelo.
—Gregorria... —dijo La Gran Bruja.
—Vilma... —respondió mi Abuela. Se miraban como dos pistoleros.
Entonces, La Gran Bruja dio una estocada con su escoba lustrosa, pero mi Abuela detuvo el ataque con mucha dificultad. Luego, se ayudó de la silla, tomó los brazos de La Gran Bruja, y se impulsó hacia adelante aplastando así a aquella bruja maligna. La peor de todas.
La Gran Bruja había sido vencida por primera y única vez, pues no volvió a respirar.
Y así, vivimos en paz el resto del año mi abuela bruja y yo elefante. Ella sacó un permiso de aquellos raros que le dan a la gente grande para tener mascotas, y entonces me tuvo a mí. ¡Lo mejor de todo es que tenía una cama de veinte plazas sólo para mí!
Fin."

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