domingo, 24 de abril de 2011

La hazaña de la Madre



Comparto otro concurso de cuento corto del cual fui partícipe: Muerte de un personaje I.

Lo llamé La hazaña de la Madre (Click).
Nota: Tampoco gané.

"La Muerte de los hombres siempre es tan inerte para el correr de la vida como una hoja acariciando el viento. Así como la espada se desgasta en filo, es la sangre hervida la que se derrama en la batalla. Las esperanzas de unos pocos se ven al fin convertidas en gloria, pero la de muchos otros, no quedaron sino, en lo que pudo haber sido la libertad.
Éste es el relato de una de aquellas diferencias, ya irrevocables, donde los mandatos de los líderes, eran las heridas —o la muerte— inminente que no discriminaba, ni se apiadaba de nadie.
Una mujer, madre de dos muchachas empeñosas en el trabajo del campo, y esposa de uno de los muchos guerreros que sufrían los azotes precisos del desconocido enemigo, se sentía intranquila desde el día en que el ejército se había llevado a su hombre, para apoyar en la guerra. Su hija mayor mantuvo el silencio a la llegada de los soldados, pues sabía cómo defenderse con la espada, pero bajo la estricta tutela de su madre, ésta pasó desapercibida frente a los ojos de los valientes, su madre no podría permitirse dejarla partir al centro de las llamas. Así las cosas, incluso mujeres que supieran pelear, irían a defender las líneas de defensa, tal crudo era el escenario.
Una noche, tras intermitentes saltos agónicos de un sueño inquieto, la madre se encontró sola en su lecho. Desesperada, se levantó, y empezó a buscar a sus hijas, pero no las encontró. Una mezcla de locura incontrolable, más gritos ahogados, se apoderaron de ella. Cuando al fin salió de su pequeña tienda, el hedor del fuego, más el calor insoportable, le llegaron de frente. A sus ojos, toda la pequeña aldea había sido saqueada, raptando a todas las mujeres posibles, muchachas, y niños. Otros cuantos padecían, gimiendo, e intentando reproducir palabras que parecían incomprensibles, derrotados, y el suelo era una mezcla de hierba calcinada, un humo sofocante y espeso. La muerte rodeaba cada vivienda. La mujer volvió a su tienda a hacerse con su espada, pero todo sería en vano, puesto que los jinetes cabalgaban a toda prisa, junto con sus nuevas adquisiciones, desapareciendo al norte
Largó a llorar, desconsolada. Sus niñas...Y antes su amado. Pensó.
La brisa de la noche seguía siendo la misma, sólo que esta vez, acarreaba consigo las costras apagadas del fuego, las brasas pálidas y la amargura de lo que, inevitablemente, se veía venir. De entre sus, ya pensamientos ilógicos, deducía que quizás, si su hija mayor se hubiese ido aquella tarde junto con su padre y la tropa de guerreros, no hubiese vivido éste calvario.
Y entonces, se armó de valor, valor que sólo una madre llena de furia e incertidumbre, puede albergar al defender a sus crías, y se lanzó en dirección hacia las fortificaciones del enemigo, pasando por alto las propias líneas de su gente aliada.
Algunos la miraban incrédulos, por no ir armada, tampoco cargaba armadura, sólo ropas comunes y desgastadas.
De pronto, las flechas de los dos bandos, se detuvieron, casi como permitiendo el avanzar de la mujer. Para cuando alcanzó el extremo enemigo, pudo ver que ellos también eran hombres, solo que éstos eran otros tipos de hombres, con diferentes formas de cultura a primera vista: parecían grotescos, sucios, corpulentos, su lenguaje era vulgar, y de difícil comprensión.
Una vez hubo llegado al fuerte, las flechas reanudaron y volvieron a formar parte del cielo oscuro, y los gritos, y lamentos de los heridos, era algo a lo que había que acostumbrarse.
La mujer continuaba su marcha, y de pronto, a lo que parecía ser un guardia enemigo, armado con una larga lanza, preguntó dónde se encontraba su rey, pero éste respondió que no existía tal rey, excepto un temor hecho mandato, bajo el cual ellos obedecían. Entonces, ella exigió que le mostrara el camino, y el guerrero enemigo, intimidado por los ojos de ira incontrolable de la mujer, le indicó el paso.
Cegada a cada figura temible que existía por el camino por donde ella avanzaba, y haciendo caso omiso a cuanto ruido espectral podía alcanzar a oír, continuó su travesía, hasta lo más alto del trono, allá, en lo que parecía ser un mirador cubierto de pilares filosos, a punto de quebrarse, pero una especie de fango los mantenía mirando al cielo.
Los ojos de la madre eran ahora blancos, como la luna más desafiante, pero se encontraba sola frente a lo que parecía ser una cámara junto a la nada.
—Acá estoy, Caballero de las Tinieblas, quien se oculta tras las sombras para no blandir su arma por él mismo. ¡Ahora, muéstrate ante mí!
Un respirar apareció de la nada, lento, pero seguro. Y de entre los muros húmedos y de aspecto desagradable, de entre el límite de las alturas de la fortificación, una voz respondió al llamado.
—Valiente eres, mujer, por venir hasta acá y atravesar, frente a todo peligro, cada una de mis fortalezas —la voz venía de la nada, pero al mismo tiempo, de todos lados. Ella no se inmutó, su desgracia estaba tan avanzada, que ni la muerte de mil hombres bajo su espada calmaría su sed de sangre.
—Si no puedo verte, al menos dime quién eres.
—Soy la Guerra —y se oyó una sonrisa siniestra, seguida de un profundo eco—, así me llaman mis víctimas. Soy el resultado de las diferencias de los hombres. Por ejemplo, en parte, tu amado hombre, es el alimento de mi fortaleza.
Sintió deseos de acabar de una vez por todas con aquella presencia, pero ¿cómo haría eso? No era más que un lugar de brote desagradable a la vista, con libros oscuros y candelabros encendidos con la más pálida luz, lleno de sortilegios desconocidos para ella. Los muros parecían hablarle, burlarse de ella, y la noche comenzaba a apoderarse también de la cámara, volviéndolo todo una penumbra podrida, que podía sentirse fría.
—Sé que vienes por tus seres queridos, mujer —dijo la voz—, pero debes darme algo a cambio por ellos, algo valioso, algo tuyo.
Ella entendía, hasta cierto punto, a qué se refería, pero aquello significaría su muerte, y además ¿qué pasaría si sus dos hijas estaban aún con vida? No sería más que un engaño barato para conseguir su muerte, a cambio de la vida de los suyos. No dijo nada.
—¿Qué vas a hacer entonces, madre? ¿Dejar que mis fieles violen a tus hijas, torturándolas de paso, o que les sea otorgada la más sanguinaria de las muertes, y luego, ya muertas, sean violadas irreparablemente?
Ella sentía angustia, desdicha, le hablaba como si no existiera otra opción —y no la había. Excepto una...
—Toma mi vida por la de ellas —dijo, decidida—. Puedes tomarme como gustes.
Pero entonces, La Guerra, no comprendió el intercambio. Nunca antes había presenciado, en la raza de los hombres, tal cosa como sacrificar una vida por otra. A pesar de todo, algo no concordaba: eran dos las hijas, y la madre una.
—Yo espero un bebé, y desde hace mucho que mi corazón me indica que mi amado está muerto —se enjugó los ojos, pero nuevas lágrimas se deslizaban desde su rostro, hacia sus pechos—. Así que somos dos; yo, más la criatura que hay en mi vientre. ¡Acabemos ya con esto, engendro!
Y entonces, así sin más, el llamado Engendro acabó con la vida de la madre, y de paso, con el crío que había en su vientre. Pero, Guerra, había mantenido oculto el verdadero estado del hombre desdichado: Cuando la batalla terminó, el hombre —ahora viudo y sin sentimientos—, al enterarse de la decisión de su esposa por salvar a sus dos niñas, a cambio de la pequeña criatura que llevaba en su vientre, sintió que los dioses lo habían traicionado. Entonces, el engendro, bajó de sus aposentos, convertido en carne, y se acercó al hombre, sumido en tristeza.
—¿Qué no entiendes que todo esto pudo haber sido evitado si no fuera por tus hijas, valiente guerrero? —dijo Guerra—. Sé lo que tu corazón anhelaba: que aquella criatura fuera tu primer hijo varón, más que nada, y te fue arrebatado por el destino. ¿No acabarías, entonces, con la vida de las verdaderas culpables de tales acontecimientos? ¿Tus hijas?
Dentro de todo, Guerra tenía razón: fuera del secuestro, del asalto, de las supuestas torturas que se darían, y el castigo, fue su difunta mujer quien actuó sin cautela. El odio pasó a convertirse en demencia, y sin medir consecuencias, degolló a sus dos hijas. Se pudo sentir, nuevamente, el eco de una sonrisa siniestra —y luego la calma— del engendro por los alrededores, para nunca más aparecer.
Ésta es otra de las historias, aquellas que no se cuentan por ser miserables, pero que existe dentro de los recuerdos de algunos desafortunados.
FIN"


Pic: Rhodri McCormack

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