domingo, 30 de octubre de 2016

Porrazo(s)

1. Con trece años, mezzo mezzo, encontré el escondite de mi padre en donde ocultaba su colección porno. Esta incluía revistas (algunas ediciones de lujo y otras, algunas menos algunas más, de edición limitada), libros y juguetes sexuales de todo tipo. Yo opté por los libros, memorias de una pulga en el siglo XX entre otros, para practicar mis más memorables sesiones de onanismo en el baño y en baños públicos (¿?). Opté por los libros y tiras cómicas que aparecían en las últimas páginas de revistas mucho más gráficas que la desaparecida Playboy.

2. Algún familiar santiaguino me regaló un buen día la edición de lujo de Batman vs Hulk. ¿Ese giant size? El tozudo de Fraterno Dracon Saccis insistió hasta su muerte que tal cosa no existía, pero yo regalé el cómic a mi primo Fabián. Fabián García.

3. En el 2003 hicimos la cimarra con Gustavo Tapia. Había prueba de matemáticas y no teníamos idea. Así que fuimos a las torres de la Alameda a jugar a los playstations. Antes de eso debimos hacernos de dinero, así que mi amigo propuso la idea de vender todos mis cómics recolectados hasta entonces -más de dos millones de pesos invertidos-. Las ganancias sólo alcanzaron para pasteles varios de esa pastelería famosísima que hay en avenida Freire (sólo combatible con tortas Van Treek, en Quinta Nanito), bebidas, papas fritas y horas varias de playstations. De pronto la ciudad se vio llena de cómics que, en algún momento, fueron de Rodrigo Yáñez. La firmaba estaba en todos, y cada uno de ellos.

4. En el 2013 se murió quien fuera para mí el mayor referente en relación al noveno arte que tuve jamás. Andrés Sotelo. Lo velaron en mi casa. Acá. El cajón estaba acomodado justo en este espacio, desde donde ahora mis brazos se posan encima del comedor. 

5. Andrés y Gustavo eran hermanastros. Resulta una paradoja que el primero me llevara a la afición y el segundo a la perdición.

6. Antes de robar libros, robé cómics. Había una comiquería en O`Carrol. Atendía una señorita preciosa, estatura media, pelo ondulado color cobrizo extraño. Senos pronunciados y un culo que se enmarcaba aún más con los jeans push up que usó siempre. No tenía ojos para un niño de educación media como yo, pero sí para tipos con chaquetas de cuero y dueños de motos de velocidad. Fue la mejor oportunidad para robar tomos y tomos y tomos de cómics, mangas y revistas especializadas. Quizás fui el principal responsable del cierre del local. Y sí, estaba justo detrás del cobrecol, en los tiempos en que el sinvergüenza del dueño de la tienda Skorpio 91 cobrara cinco mil pesos por unas fotocopias indecentes de hellbrazer. 

7. Tenía una amiga por correspondencia (aún no era una total opción el e-mail). Firmaba como Sharon Gálvez y la conocí por los datos que se publicaban siempre en las páginas negras de la infame revista Kyodai. Para un lejano cumpleaños, me llegó una encomienda. Una obra de arte. Un dibujo de ella a base de témperas y todo sobre un papel, una tela que jamás volví a ver. El dibujo era Faye Valentine y las dimensiones de unos 60x30 centímetros. Si incluso traía el detalle de incluír una cadena para usarla de colgador. Se me ocurrió colgar tan hermosa cosa en la muralla del fondo de mi cuarto. La humedad se encargó de matar la obra que, con delicadeza y paciencia infinita, una artista de Illapel creara para este pecador.


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Le debo al cómic. Le debo mucho.

 


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