sábado, 1 de agosto de 2015

Anita

Me dijeron que pasara. Era un departamento pequeño en un primer piso. Estaba mi cuñada y su hermanastro, mi propio hermano, el dueño del departamento y un conocido suyo. Pensé que estaban fumando marihuana como siempre, pero no; estaban secando la coca. No puedo olvidar los ojos desorbitados de Juan Cristóbal, el dueño de casa, y su amigo Pablo. Eran ojos desorbitados, sí, pero a la vez las tres o cuatro bolsas blancas los mantenían hipnotizados en la danza de la perdición. Nadie hablaba, todos miramos como el hermanastro de Carolina realizaba el proceso. Hasta entonces, nunca estuve tan cerca del tráfico de drogas, y pese a que sabía que se llevaría a cabo la reunión no pude sentirme cómodo. No contuve las ganas y subí al segundo piso. Golpee la puerta tres veces y advertí que era yo. Anita dijo que pasara. Justamente estaba jalando una de las tres rayas que tenía en el soporte de su velador.

—No pensé que llegarías tan temprano —dijo, al tiempo que se quitaba los restos de polvo con el dorso de su mano derecha.

—Ni yo. Quise ver cómo está mi hermano. Me preocupa.

Ella sonrió. Después de lo de hoy ya no tendremos que preocuparnos nunca más, afirmó. Pero yo no estaba tan seguro. Mi hermano tenía trece y yo apenas quince años. Ella era bastante mayor que yo, pero de cuando en cuando dejaba sus vicios de lado para centrar su atención en mí. Me gustaba que me masturbara, que besara mi pene con dulzura, que me mojara con su lengua experta. Pero ahora solo me saludó, dijo que cerrara la puerta. Mientras iba por la segunda raya, dijo que pusiera cualquier canción de Tool. No los conozco, reconocí.

—Búscalos en mi carpeta de música sin definir.

Sonaban bien. Tenían una cosa depresiva, un letargo complicado de describir, una atmósfera parecida a la que me encontraba ahora. Quería que Anita terminase pronto para ver si esta vez tendría sexo conmigo y yo dejaría de ser virgen. Todos mis compañeros de sala hablaban de que pasaron de la paja y ahora culeaban en abundancia; cuando me preguntaban a mí, inventaba mentiras no demasiado grandes, cosa que la mentira estuviera oculta y fuese lo suficientemente creíble. Pero, al ser chico promedio, nunca les importó demasiado y preguntaban al del lado. También hablaban de que algunos no hacían educación física para ir a ver a las mujeres del curso al gimnasio y, después de un rato, competían en el baño para saber quién escupía primero.

Pero yo tenía a la Anita. La tenía drogada y con música desconocida para mí. Solo quedaba esperar y ver los resultados. Generalmente me sentaba a un lado suyo, fingiendo leer el diario comunista que ella compraba todos los domingos, pero —en el fondo— la miraba cuanto me era posible. Su cabello era larguísimo, lo traía tomado pues de otro modo le taparía las nalgas. Sin su forma suelta, despreocupada de vestir, cualquiera diría que parecía una monja pecadora de mil males. La tercera raya desapareció justo cuando comenzó a cantar Silvio Rodríguez. A éste sí lo conocía porque aprendí a tocar guitarra con él, pero solo pensaba en, si ahora sí, era mi hora de dejar de ser virgen. Pero pasó lo mismo de siempre: solo me dijo que no dijera una palabra o no haría nada. Se arrodilló entre mis muslos, que ella abrió a su comodidad, y comenzó a chupar mi pene. Lo tocaba con dulzura y movía el forro de arriba abajo, haciendo desaparecer la cabeza una y otra vez. Yo me estremecía y ella sonreía con sus ojos desorbitados. En ese momento, desenvolvió una pequeña bolsita y el polvo lo depositó en mi glande. Entonces se tragó mi pene, sujetando mis nalgas con fuerza y empujando mi pelvis hacia ella. Tomé su cabello sin fin y comencé a jalonear su cabeza. Entonces acabé. Demoré más que siempre. Anita me dijo que bajara a buscarle un poco más, lo hice. Pero Carolina dijo que era la última de hoy. Le dije el recado a Anita. Me exigió la bolsita y me ordenó que cerrara la puerta. Esta vez por fuera.

Al día siguiente, cuando se llenó de policías en la población, supe que mis aventuras se acabaron. Los llevaban a todos esposados, excepto yo y mi hermano que mirábamos desde el frente, escondidos en la oscuridad, detrás de las cortinas semiabiertas del living. Anita miró en mi dirección, pero dudo que me haya visto.

Ahora mismo escribo esta memoria luego de haberme pegado una cachetada. Tengo ya treinta años, escucho Tool, bebo, me encierro. Me masturbo pero no acabo. Ella no está jugando conmigo. ¿Y del diario comunista? Solo reservo las copias antiguas que me regaló Anita días antes de verla por última vez. 
Ahora solo sonríe en mi memoria.

3 comentarios:

  1. Que quede constancia que con Anitas y Tool siempre salen experiencias parecidas. Luminosas y duraderas como un fósforo.
    (Ahora sí que puedo comentaaar)
    Un abrazo!!
    S.

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  2. Gracias por comentar. Cabe preguntarse qué sale de anos y Tool, algo totalmente gozozo de seguro.
    Lo de los comments, no podías porque tenías enlazado Google Plus. Ahora que saqué esa opción, desaparecieron todos los comments esos, quedando sólo en la red social.

    Saludos.

    P.D. ¿cuándo el Tetris?

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